19
de diciembre de 2013
Por suerte hacía el
suficiente sol como para que el camino te pareciera un poco menos gris de lo
que las leyendas urbanas cuentan. Ni que fuera una procesión o el camino de la
amargura, ni que cuando volvieras las cosas de la estantería de tu habitación
ya no fueran a estar.
El calor estaba frío en aquel lugar. A cada escalón se iba descifrando el dulce
mensaje del desconocido que te daba la bienvenida a donde nunca más te pedirían
explicaciones.
Te
dijeron que te acostumbrarías, que no es tan
difícil como te parece, que seguramente acabarías por descubrir los motivos,
que llegar al origen de la causa es un gran paso para llegar al remedio. Vamos,
que ya estarías a medio camino casi antes de empezar y que al respirar fuerte
sintiendo como llega el aire al final de cada una de tus extremidades ya
estarías casi en tu meta. O bueno, la meta que se supone que tienes que tener.
Y claro, casi te convencieron, y es que todo suena mucho más creíble si se ve
atardecer al otro lado de las ventanas, y además te llega un ligero olor a té.
No había más que palabras por todos lados, ni
siquiera se sabía por dónde llegaban los discursos, pero llegaban. Los relojes
estaban escondidos, para que tú perdieras la noción del tiempo mientras lo
único de lo que se hablaba era de por qué las agujas de los relojes te
perseguían amenazantes. Todo eso mientras te retorcías en un sofá que tenía la
pinta de ser el más cómodo del mundo, pero eso sólo eran falsas apariencias;
era la planta carnívora de entre los asientos.
Además, para arreglar un poco más todavía la situación,
las paredes no estaban siempre en el mismo lugar porque detrás había siete
trastos que las movían a su antojo, para despistarte y hacer un poco más
complejo el juego. Había que darle un poco de emoción al asunto.
Después de todo eso llegaba la parte en la
que hablaban los mudos y escuchaban los sordos. La escena en la que el débil
tiene pinta de dar pisadas de plomo y el fuerte hace rato que se ha derrumbado
por el camino. Un jaleo que no había Dios que lo calmara, ni siquiera Tyler
Durden.
Así que nada, perdiéndote por ese caos y
acariciando al gato que mataba la curiosidad, por fin acabaste por entender un
poco de qué iba el asunto. Acababas de llegar a tu sitio, de poner los pies
bajo tus piernas. Pero te habías olvidado de algo, desde el otro lado de la
sala te estaba mirando yo.” susurró su conciencia.
J.